sábado, 31 de octubre de 2015

Un globo de color rojo intenso.

Desde que comenzó el curso escolar me toca recoger a mi sobrino Dídac del colegio y llevarle a casa de sus padres. No me supone un gran problema, ya que como me quedé sin trabajo hace unos meses, por lo menos puedo hacer algo de provecho ayudando así a mi hermana y paso más tiempo con el peque.
Mi sobrino, de nueve años, suele explicarme que ha hecho ese día en el colegio mientras le doy la merienda de camino al parque, el otro día, me explicó una anécdota que en otras circunstancias podría parecer banal.

Según sus propias palabras, ese mismo día durante el recreo, unos niños de sexto de primaria estaban jugando con globos de agua en el patio. Los llenaban en la fuente y se los pasaban unos a otros, aunque llegado a un punto, comenzaron a lanzárselos entre ellos cuando la cosa se fue de las manos. Una profesora, de las que se encargaba de vigilar el patio, quiso poner fin a esa batalla campal entre ellos. Pero cuando se interpuso, uno de los chicos le lanzó un globo rojo lleno de agua, reventándole en todo el pecho y dejando su camiseta blanca totalmente empapada.

Mi sobrino Dídac y yo estábamos en el parque que queda a mitad del camino entre el colegio y su casa cuando me explicó eso. Yo le dije que ese tipo de cosas están muy feas y que no se le ocurriese jamás hacer algo así. Él me contestó muy compungido que él nunca le haría eso a la seño Leticia.

Recordaba a Leticia, la maestra de ciencias naturales de primaria. Una chica de veintipocos, bajita y delgada, con unos pechos que sobresalían generosamente de su esbelto torso y unos labios carnosos que normalmente retocaba con gloss.

Al parecer no acabó ahí la cosa, ya que el cabecilla de los niños, lejos de disculparse por lo que acababa de hacer, señaló a la profesora Leticia riéndose, diciendo que se le transparentaba la camiseta y se le veía un piercing en el pezón.
La profesora Leticia salió corriendo del patio a medio llorar con los brazos cruzados sobre el pecho.

Al día siguiente, esperando en la puerta del colegio junto con otras madres a la salida de los niños, no pude estarme de preguntarle al coordinador de primaria sobre lo que me había contado ayer mi sobrino. Por lo visto a esos gamberros no les había caído más que una reprimenda en su despacho. Pero curiosamente, el jefe de estudios no tardó en darle la vuelta al tema diciendo que a Leticia no le hubiera pasado algo así de llevar la bata como llevan todos los profesores de primaria, aunque ese día hiciese calor y estuviera vigilando el recreo.

“Va muy despendolada, esa”, y con aquella frase dio por zanjada la conversación y se volvió a meter dentro del portal dejándome con la boca abierta sin poder contestarle.

Mientras pasaba con Dídac de la mano entre los grupitos de madres que se reunían para cotillear y poner verde a cualquiera, escuché de pasada como alguna hacía referencia a la anécdota del piercing en el pezón de esa profesora. Ninguna de ellas estuvo por la labor de comentar la barrabasada del alumno que le lanzó el globo de agua, sino que chismorreaban sobre cómo Leticia tenía la poca vergüenza de enseñar eso en el colegio a unos niños.

Al parecer, el pezón perforado de la maestra había ido de boca en boca por buena parte de las madres de los alumnos así como de todos los profesores del centro.

Al día siguiente, una compañera de Leticia aseguró en la sala de profesores que la había sorprendido haciéndose selfies delante del espejo del baño. Con todo lujo de detalles explicó sin tapujos que perdía el tiempo poniendo morritos y sacando pecho con la blusa medio desabrochada delante del espejo. Aunque en realidad, acabó asegurando la maestra, que ella no lo vio directamente sino que fue otra persona la que la sorprendió haciendo eso.
De todas formas ninguno de los profesores allí presentes puso en duda ese rumor ya que uno u otro creyeron esa historia asegurando que a Leticia le gustaba que la mirase quien fuese.

Durante el recreo de ese mismo día, los niños que habían participado en la batalla de globos de agua se dedicaron esta vez a un vicio más sosegado como el de pasarse vídeos porno con el móvil. En uno de ellos se veía a una actriz joven de físico parecido al de Leticia y estos empezaron a enseñárselo a cualquiera que pasase por su lado, asegurando que la profe se sacaba así un sobresueldo.

Al día siguiente, cualquier grupito de madres tenía como monotema a Leticia y sus posibles gustos sexuales. Unas hablaban de que tenía un novio bastante más joven que ella, aunque esto se contradecía con la información de que su compañera de piso era más bien su amante y que solo le gustaban las mujeres. Otras aseguraban que la habían visto salir de un local de intercambio de pareja… E incluso una aseguraba que su hijo le había visto hematomas en las muñecas y los brazos, seguramente fruto de sus prácticas sexuales sadomasoquistas.

Abierta así la caja de Pandora para que se escapasen todos los rumores sin fundamentos, Leticia pasó a ser una sumisa adicta a las ataduras de brazos y piernas, al sexo en grupo por orden directa de su novio sexagenario y actriz porno amateur de una productora de cine alemán de esas donde las chicas con los labios bien pintados de rojo se dejan hacer de todo por un grupo de hombres con pasamontañas para luego vaciarse en sus morros.

Con ese caldo de cultivo solo faltaba que Leticia, ajena a todas esas pamemas, tuviera que poner orden al pasar delante del vestuario de las niñas antes de una clase de educación física. Una de esas chicas comenzó a gritar asegurando que Leticia las estaba espiando cuando llegó la profesora de gimnasia.
 
El tema, como no podía ser de otra forma, llegó a la reunión de la AMPA donde una señora llegó a decir que se enteró por un grupo de watsapp de madres que Leticia pudiera estar infectada con alguna enfermedad de transmisión sexual y temía por la salud de su hijo.

Después de eso, según me explicó una profesora del centro, Leticia fue llamada al despacho del director del centro donde se le informó que no le renovarían el contrato y que debía recoger sus cosas sin más explicaciones.

Llevaba una semanas sin saber nada más de Leticia y pronto los corrillos de madres se animaron mucho charlando de la gala de la noche anterior de Gran Hermano o de La Voz kids.

Me extrañaba que pasase tanto tiempo sin ver a Leticia ya que vivíamos en el mismo barrio y a veces coincidíamos en el súper o la panadería.

No fue hasta ayer que reconocí por la calle a Paula, su compañera de piso y pude preguntar por ella.

Paula se veía especialmente nerviosa y al intentar comenzar a hablar no pudo contener las lágrimas.
Nos quedamos abrazadas en plena calle cuando consiguió formar una frase completa.

No consiguió despertar a Leticia de su cama donde ella pensaba que se estaba echando la siesta. Cuando vio las cajas de pastillas vacías llamó a una ambulancia pero nadie pudo hacer nada. 
Al parecer es relativamente sencillo para una profesora de ciencias naturales con dos carreras mezclar un cóctel mortal de medicamentos que puedan servirse sin receta.

Fui al velatorio junto con mi hermana y su marido. Allí nos encontramos a todo el claustro de profesores y buena parte de los padres de los alumnos del centro. A penas pude ver amigos o familiares de Leticia. Paula me dijo que salvo por sus padres, Leticia no tenía más que a sus “niños”.

Después de presenciar el hipócrita espectáculo de todos los asistentes presentando sus respetos a los padres de Leticia, me llevé a Paula para invitarla a un café.

Le conté todo aquello que ella misma no pudo saber en su momento y me aseguró a modo de anécdota que había visto a Leticia muchas veces al salir de la ducha y jamás distinguió un solo moratón en su cuerpo. Y que por supuesto Leticia no llevaba ningún piercing en el pecho porque le tenía pánico a las agujas.


domingo, 27 de septiembre de 2015

Alsa, una historia de violencia.

El enérgico frotamiento que mantenía contra esa persistente mancha en el suelo, provocaba un vaivén de su cabeza haciendo que la trenza que sujetaba su pelo cayese por delante del hombro. Los pechos de Raquel se bamboleaban debajo de su bata de trabajo y comenzaban a dolerle las rodillas de tenerlas clavadas sobre las baldosas.
Tenía la cara a escasos centímetros de la taza del váter y no quería darse por vencida con esa maldita mancha de tan difícil acceso en el último cubículo que le quedaba por limpiar.

Le encantaba notar el tacto de los guantes de látex cubriéndole sus manos jóvenes y cuidadas. Poco a poco se iba encontrando más satisfecha a medida que la rebelde mancha desaparecía del suelo con la ayuda de una bayeta.
Se puso en pie con cierta dificultad y se palpó las rodillas enrojecidas debajo de sus medias de color café.
Se notaba acalorada y agradeció no llevar a penas nada debajo de la bata. Aún así se desabrochó un par de botones y se quitó un guante para secarse el sudor de entre sus pechos con la mano.

Dio un nuevo vistazo al servicio de caballeros de la estación de autobuses, para asegurarse de que cada urinario contaba con una pastilla desinfectante, que los lavabos relucían bajo la luz de los fluorescentes y que el largo espejo horizontal no tenía ni una sola mancha.
Finalmente pasó la fregona para borrar las huellas que podía haber dejado con sus zuecos de color blanco.

Colocó los enseres de limpieza en su carrito y lo aparcó en la entrada del baño, sin olvidarse de poner la señal amarilla que rezaba “Precaución, suelo mojado” en la entrada del baño de hombres.

Aún faltaba media hora hasta que vinieran a recogerla, así que se sentó en un banco metálico junto a la puerta, con la vista perdida en los autocares que se iban llenando de gente y arrancaban soltando una nube pesada de monóxido por el tubo de escape.

Aquella atmósfera ruidosa y llena de humo le estresaba, así que decidió volver a refugiarse dentro del cuarto de baño que acababa de limpiar. Se encerró en uno de los cubículos y se sentó sobre la tapa del váter.

No tardaron en resonar contra las paredes de azulejos las pisadas de un hombre y Raquel comenzó a sentirse nerviosa sin razón aparente. Se frotó la punta de su trenza castaña contra la nariz manchada de pecas.  Clavó sus ojos de color verde en la puerta que tenía delante sin apenas moverse hasta que el sonido de pasos se detuvo.
Escuchó como alguien orinaba contra la loza de uno de los mingitorios mientras ella se clavaba en el antebrazo las uñas decoradas con manicura francesa.
Sabía que aquello no estaba bien, pero aunque la cabeza le hervía, se agachó en el suelo y espió al hombre por debajo del palmo de separación que había entre el suelo y la puerta.

Se puso a mirar al hombre de mediana edad que se sacudía el pene arqueando la espalda. Se mordía el labio imaginando que podía colocarse a su lado para mirarle indiscretamente su polla húmeda y hasta fantaseaba con poder sacudírsela un poco al terminar.
Espiar a señores meando era lo que más le gustaba de su tarea, después de dejar un baño completamente reluciente.

No tardó en escucharse otro repiqueteo de pasos y se fijó en que el señor que había llegado primero, aunque ya había terminado, no se movió de su puesto. Otro hombre, vestido de traje y con el pelo canoso, se situó justo en el urinario de la derecha del primero.

Raquel, desde su incómoda posición, logró captar como con unas simples miradas de complicidad directas a la entrepierna de uno y otro, bastaron como ritual de cortejo para que cada cuál acabase sosteniendo la cola del otro. En pocos segundos, las caderas de ambos hombres se removieron inquietas haciendo repiquetear las hebillas de sus cinturones.
Raquel se pasaba la lengua por los labios, apretándose el pubis contra la palma de su mano, viendo como esos dos desconocidos alzaban la cabeza y a ratos bajaban la vista hasta la polla del otro.

Terminó en primer lugar el hombre bien vestido del pelo canoso. Raquel imaginó cómo se le escurrían los remordimientos entre los dedos de su nuevo amigo. No tardó en acompañarle el otro señor, que apenas pudo contener un pequeño gemido como única despedida. Él hombre del traje dejó que el otro se recompusiera unos segundos antes de guardarse el pene que en su día utilizó para fecundar exitosamente a su mujer en dos ocasiones. Corrió a lavarse las manos, notablemente azorado, mientras su compañero de urinario permanecía con la bragueta abierta y la vista fija en la pared. 

Una vez que el señor elegante pudo limpiarse toda la vergüenza con agua y jabón, el señor de mediana edad hizo lo propio y abandonó el cuarto de baño un minuto después.

Raquel no pudo hacer más que sentarse en el váter con la mano metida dentro de sus bragas de encaje color burdeos. Cerraba los ojos con fuerza, recordando la escena que acababa de ver, imaginándose de puntillas por encima de los hombros de esos dos señores para no perder detalle.

Más pasos la sacaron de su ensoñación, que la obligaron a abrir los ojos devolviéndola a la realidad. Justo en el momento que otro desconocido entraba en el baño, Raquel se dio cuenta que había estado todo ese rato escondida sin haber puesto el cerrojo.

Alargó el brazo para cerrar el pestillo justo cuando alguien abrió la puerta de su cubículo de un portazo.
Se quedó paralizada del susto por el fuerte ruido que hizo la hoja de madera contra una de las mamparas. Ante la pobre Raquel, asustada con los pies encima de la taza, se encontraba un tipo alto y fuerte con una camiseta de tirantes que dejaba ver dos brazos musculados y morenos. El hombre, que casi no pasaba por la puerta, se quedó también perplejo al encontrarla ahí y la miró sin decir nada unos segundos, mientras se le empezaba a dibujar una sonrisa en la cara.

Antes de que Raquel pudiera ponerse en pie para intentar salir de ahí, la agarró por el cuello y la levantó. La empujó contra la pared de azulejos del baño y sin dejar de estrangularla le soltó dos bofetones, uno por mejilla, para que se comportara de forma más dócil y así ocuparse de abrirle la bata a tirones.

Una vez que la tuvo medio desnuda y a su merced, el hombre pegó su boca a la de ella y Raquel se dejó acariciar la cara por la frondosa barba de él. No se entretuvo demasiado en besarla y al despegar sus labios lo primero que hizo fue escupirle en la cara para después embadurnarle los morros con la mano libre. A continuación le soltó el cuello para que recobrase la respiración y la sujetó por su trenza dándole una vuelta al pelo alrededor de sus dedos.
La dejó sentada encima de la taza del váter con un rápido movimiento, y sin soltar a su presa, se desabrochó los tejanos para sacarse un miembro gordo y grande de color marrón surcado por venas que no paraba de hincharse y hacerse más grande. Un nuevo tirón de trenza indicó a Raquel que debía meterse aquel kilo de carne en la boca si no quería enfadar más al grandullón moreno.

Sintió el olor a polla y sudor justo un segundo antes de notar que el capullo le llegaba hasta la campanilla atragantándola. Las babas se salían por su boca mientras el tiarrón tiraba de su trenza y la obligaba a meterse más polla en la boca de la que era capaz de controlar. Y aún así, cuando conseguía abrir los ojos, Raquel observaba con una mezcla de sorpresa y pavor como todavía quedaba casi un palmo de polla que todavía no había conseguido engullir.

Raquel se sentía intimidada y sobrepasada por la situación, pero haciendo acopio de valor, alargó una mano hasta el rabo de chocolate y lo agarró pudiendo pajearlo sin problemas haciendo que sus dedos fuesen desde sus labios hasta el pubis de vello rizado.
Esto le consiguió el favor del tipo que hizo que se relajase un poco y dejase de empujarle la cabeza para que ella respirase mejor y pudiera dedicarse a sorberle el capullo lleno de babas y deslizar su mano empapada para acariciarle los huevos y el perineo.

La propia Raquel comenzaba a sentirse orgullosa de su destreza con aquel calabrote cuando la interrumpió el tipo tirando de su trenza para que se sacase la polla de la boca, haciendo que un considerable charco de saliva cayese al suelo con un sonoro chapoteo.

El hombre comenzó a restregarle las babas por la cara y a insultarla. La llamó guarra, cerda, puta… Un sinfín de improperios que lo único que conseguían en el estado de Raquel es que se estremeciera de miedo y notase que las bragas no eran capaces de contener todo el líquido que se escapaba de su coño.

La levantó nuevamente agarrándola por el pescuezo y le pegó la cara contra los azulejos fríos de la pared. La acabó despojando del sujetador y las bragas, medio rompiendo su ropa interior, medio sacándosela a tirones con toda la fuerza y la rabia que un armario de dos metros era capaz.

Sus pechos, no demasiado grandes pero firmes, comenzaron a recibir un sonoro castigo a modo de azotes mientras se enrojecían sin que ella pudiera chillar, viéndose a través del espejo que le devolvía la imagen del cubículo con la puerta abierta y un gigantón amordazándola con sus propias bragas, estrangulándola y azotando sus doloridos pechos.
Los ojos se le llenaban de lágrimas y rezaba porque nadie pudiera sorprenderles, dejándose hacer todo eso.

Por fin su captor se apiadó de ella y detuvo el castigo. No quería seguir mirándola a la cara, con todo el maquillaje corrido, así que le dio la vuelta y Raquel volvió a tener la cara pegada a la pared. Aprovechó para pegar también los abrasados pechos contra los azulejos frescos por tal de calmar su piel.

Notó como una mano el doble de grande que la suya le abría las piernas sin miramientos y unos dedos se le colaban por entre los muslos empapados entrando y saliendo de su coño con total facilidad. Un dedo del hombre, perfectamente lubricado con los jugos naturales de Raquel se metía entre las nalgas de ésta al tiempo que ella iba notando como la rotunda polla se internaba a través de sus labios mayores.

Tenía ya un dedo completamente dentro de su culo cuando casi perdió el sentido a causa del miedo y la excitación al creer que dos latas de coca- cola intentaban desaparecer dentro de su coño una detrás de la otra.
Los embistes iban aumentando en fuerza y velocidad. Raquel no encontraba asideros en la pared y sus manos pringosas por el sudor y la saliva se resbalaban. Por suerte el hombre la tenía bien agarrada por la nuca y aunque fuese algo precario, conseguía mantener el equilibrio clavando las rodillas contra la cisterna del váter.

No tuvo que mantener esa postura mucho tiempo y él acabó agarrándola en volandas y la aguantó a pulso para estrellar la espalda de Raquel contra una de las paredes del cubículo.
En aquella posición podía notar cómo la polla del hombre la penetraba todavía más a fondo y tan solo tenía que preocuparse de rodearle con las piernas a la altura de las caderas y abrazarle por el cuello, pegando su cara sobre los musculosos hombros de tono oscuro.

Raquel se dejaba embriagar por el olor a bestia salvaje desprendía, notando como éste la llenaba completamente. Su reflejo la observaba dándole una vista de primera fila del abultado culo de él.

Un orgasmo le sobrevino sin que el hombre dejase que pudiera disfrutarlo plenamente descendiendo el ritmo de sus embestidas.
Al verse sin escapatoria, quiso averiguar si su empotrador se dejaría ir en unos segundos o éste la castigaría de nuevo por portarse mal.
Raquel hincó sus dientes tan fuertemente como pudo sobre el cuello del fortachón y un grito de él bastó para que aflojase su mandíbula.

Tal y como ella había previsto, el hombre se detuvo y la arrojó al suelo para marcarle la cara a hostias por su mal comportamiento.
Raquel comenzó a masturbarse mientras recibía las bofetadas poniendo la otra mejilla.
Harto de cómo se estaba tomando ella el castigo, el hombre se quitó la camiseta de tirantes revelando un torso ancho y fuerte. A continuación levantó la tapa del váter y tirándola de la trenza, le metió la cabeza dentro a Raquel. Ella conseguía zafarse y apoyar la cara en el borde de loza, así que de esta manera recibió unos bofetones más hasta que la puso de rodillas con el culo en pompa para penetrarla otra vez sin permitirle que sacase la cabeza del retrete.

A Raquel se la estaba trabajando bien ese desconocido mientras sentía que los escupitajos impactaban contra su cara o su pelo, o si alguno iba a parar sobre el borde de la taza, esta recibía la orden de lamerlo, cosa que hizo sumisamente para no acalorar más el enfado del tipo.
Llegó a notar cómo, después de que el hombre se descalzase una de sus sandalias de playa, le pusiera un pie encima para inmovilizarle la cara, todo ello sin dejarla de taladrarla.

Al rato, cuando Raquel no podía creer la resistencia y la vitalidad de ese animal, se la sacó sin previo aviso y así sentada en el suelo le volvió la cabeza y le echó encima de su cara una oleada de leche viscosa y caliente que le recubrió la boca y las mejillas por completo, y después, con los siguientes espasmos, más hilos de semen se perdían por entre su pelo o impactaban en la frente.

Cuando acabó de escurrirse la polla para expulsar las últimas gotas, el hombre se apoyó contra la pared y comenzó a orinar con la cara de Raquel aprisionada en el borde de la taza. Durante unos segundo interminables, el chorro dorado del tipo se acercaba peligrosamente a su cara, sin decidirse si ducharla o no. Al final solo el último se dejó caer sobre el cuello y el pecho de Raquel que no atrevió a moverse hasta que él hubiera acabado.

Ni siquiera la miró a la cara cuando se guardó la polla, se puso la camiseta y se largó dándole la espalda, cerrando el cubículo de un portazo.

Raquel se recompuso como pudo, limpiándose el cuerpo y la cara con su arrugada bata.

De nuevo unos pasos sonaron en el cuarto de baño y una voz reconocible pronunció su nombre a través de la puerta de contrachapado.

–Señorita Raquel, ¿se encuentra usted ahí? –dijo la voz en un tono formal y solícito –No la he visto afuera y he pensado que podría encontrarse descansando aquí dentro como de costumbre, señorita Raquel.

–Estoy aquí, Octavio, gracias. ¿Puedes pasarme mis cosas por encima de la puerta?

Una mano enfundada en un guante blanco apareció por encima de la hoja de contrachapado sosteniendo una bolsa de viaje de Louis Vuitton.
Raquel la abrió y sacó de ella una bolsa transparente de plástico donde metió su bata, las medias rasgadas y húmedas y la lencería de encaje medio destrozada.

–Puedes esperarme fuera, Octavio, gracias– dijo de forma tranquila pero firme.

Los zapatos negros que se veían debajo de la ranura de la puerta se alejaron haciendo el mismo ruido que cuando entraron hasta desaparecer.

Raquel se sentó en la taza para sacar de la bolsa unos zapatos negros de tacón de aguja. Se los calzó atándose la tira de cuero que llevaban a sus tobillos y se puso en pie de forma grácil. Después sacó un kimono de seda corto, ajustándose el lazo a la cintura. Salió del cubículo, sorprendiéndose de la cara que vio en el espejo: despeinada, con restos de maquillaje alrededor de los ojos y la cara cubierta de una capa reseca.
Nada que no pudiera arreglarse con un poco de agua y jabón.

Salió del baño de hombres, oculta tras unas gafas de sol y la bolsa colgada del antebrazo.
Justo en la puerta la esperaba un hombre de unos cuarenta años vestido con un traje negro y una gorra de plato entre sus manos enguantadas.

–Llévame a casa, Octavio– dijo la señorita Raquel haciendo un gesto con la barbilla.

domingo, 9 de agosto de 2015

Strapon.

Una figura alta, enfundada en una gabardina negra, caminaba dando la espalda a un cuerpo inmóvil que descansaba sobre el capó de un coche aparcado. Sus tacones de aguja repiqueteaban por el suelo del callejón. El repiqueteo aumentó su cadencia cuando unas sirenas de policía comenzaron a escucharse a lo lejos. 

La figura se escondía entre las sombras de los callejones hasta que se calmase todo un poco. Se apartó un mechón de su cabellera rubia y rizada cuando consiguió descansar, apoyándose en la esquina de la entrada de un parking. El corazón le retumbaba en el pecho como si quisiera partírselo para escapar, aunque esa no había sido la única emoción fuerte de la noche.

Lorna comenzó su aventura de aquella noche bajando las escaleras que la llevaban hasta un local, sin nombre en la puerta, al que solo se accedía con contraseña. Una atmósfera asfixiante y un aire viciado la recibieron al ritmo de una música que hacía bailar a toda una masa de cuerpos enfundados en cuero.

La mujer llevaba todavía la gabardina bien abrochada y solo dejaba ver un disimulado escote. Paseaba entre grupos de hombres velludos sin camiseta que exhibían sus músculos sudorosos.
No tardó en pedirse una copa y curiosear por los reservados en busca de algo interesante.
Deambuló por aquí y allá viendo a hombres con la cara pegada a la pared, recibiendo desde atrás con los pantalones medio bajados. Acabó interesándose por un grupo de tres tiarrones que estaban metiendo mano a un chico rubio que aún no tenía edad para dejarse barba. 

Los tres hombres reconocieron enseguida a Lorna y la saludaron efusivamente.
Bromeó con ellos sobre lo que le estaban haciendo al pobre chico. Ella le peinó el flequillo con ternura fingida y a continuación le metió la lengua en la boca sin mediar palabra. Lo empotró contra la pared desnuda y lo puso de espaldas a ella para “cachearlo”, como a ella le gustaba decir. Le metía mano al paquete, le sobaba el pecho y hasta le agarraba el culo para zurrárselo como si el pobre chico se hubiera portado mal.

El níñato se mostraba reticente a ser castigado de esa manera, aunque le costaba disimular su excitación.
La mujer contaba con el beneplácito de los otros hombres que comenzaron a hacer un corrillo a su alrededor vitoreándola y animándola a seguir jugando con el chaval.

–Será todo lo maricón que queráis, –soltó Lorna por encima del ruido de la multitud– pero a esta ricura se le está poniendo la polla como un calcetín lleno de arena.

Los hombres ahí congregados rieron al unísono por encima de la música. Algunos ya se estaban enrollando entre ellos cuando Lorna comenzó a desabrocharse la gabardina. Lorna exhibió un bustier de encaje con un tanga a juego además de sus botas de tacón de aguja que le permitían sacarle una cabeza a su veinteañero rubito.

Pero lo que de verdad llamaba la atención de su indumentaria era un arnés rematado con hebillas metálicas que se agarraban a sus caderas y entre sus muslos.
Dicho arnés disponía de un falo de caucho negro y brillante como sus botas de charol. El consolador estaba cogido a unas cartucheras que llevaba a cada lado de sus muslos. Así, Lorna podía pasar desapercibida ocultando debajo de su gabardina un pollón de goma de veinte centímetros de largo y cinco de grosor.

–Ya sé que a ti lo que te gusta es que te metan algo grande por el culo, no te apures, niño –le dijo Lorna al oído.

La mujer se colocó en cuclillas y le bajó los pantalones. Primero dio unos cuantos azotes de cortesía para ver cómo enrojecían sus nalgas. Después separó éstas y pegó su cara, metiendo la punta de su lengua tan a dentro como le fuera posible.
Se levantó al cabo de un rato y al incorporarse, vio como un hombre de espaldas anchas le estaba comiendo la boca al chico.

Lorna abrió una de sus cartucheras y de ella sacó un guante blanco de látex y una pequeña petaca metálica. Abrió el tapón de rosca de la petaca con una mano y la volcó encima del guante que se había puesto. Del recipiente cayó un poco de lubricante transparente y la mujer lo frotó sobre la palma de su mano. Cerró la petaca y la guardó de nuevo en su cartuchera.

Primero con el dedo corazón jugó buscando la forma de entrar en el culo del chico. Una vez dentro, metió otro dedo lubricado y comenzó a hacerle un buen tacto rectal utilizando la mano que quedaba libre para sobarle la polla.

Masturbaba al crío con cuidado ya que no quería que se corriese demasiado pronto, y cuando vio que sus dedos entraban y salía con total facilidad, los sacó y tiró el guante al suelo. Dejó de pajearle para colocarse un condón en el falo de plástico y lo recubrió con más lubricante como quien tira sirope de caramelo sobre un helado. 

Lorna agarró la pieza de plástico desde la base y la comenzó a meter poco a poco dentro del culo del chico.
–Ni se te ocurra dejar de aguantarte con las manos a la pared. No voy a consentir que te toques hasta que yo te dé permiso.
El chico asintió contrayendo los músculos de su cara enrojecida tanto por la vergüenza como por la libido.

Cuando ya tuvo medio consolador dentro, la mujer madura le agarró por las caderas y comenzó a follárselo con cuidado.

El veinteañero tenía la cara pegada contra la pared y gruñía a cada embestida dentro de su culo. Odiaba no poder tocarse mientras recibía esa disciplina, pero al menos unas manos se estaban encargando de apretar y retorcer sus pezones. Además, cada vez que Lorna empujaba su polla artificial dentro de él, este se movía hacia delante de forma que su capullo rozaba contra la pared de cemento, contentándose así por recibir un poco más de placer en cada sacudida.

Lorna disfrutaba agarrando del pelo al chico y azotándole el culo. Pero también debía pensar en su propio placer. Así que consiguió meter una mano entre la base del arnés y su pubis llegando a rozar su clítoris con cierta dificultad. Se sentía empapada y el fluido denso que se escapaba del coño lograba escurrirse por la cara interna de sus muslos y colarse dentro de las botas de charol.

No tardó en disfrutar de un rico orgasmo que la hizo marearse un poco. Por suerte supo permanecer en equilibrio sobre sus altos tacones metálicos mientras aún tenía el consolador dentro del chico.

Este no tardó en expulsar un chorro de semen contra la pared sin ni siquiera haberse tocado la polla. Sus piernas temblaron y pidió a Lorna que parase.
Esta se rió y se la sacó poco a poco enseñando al resto de hombres cómo de la polla del chico, aún bien dura, colgaba un hilo viscoso y brillante que llegaba hasta el suelo.

Después de tomarse una copa a petición expresa de los asistentes, Lorna salió del local dispuesta a llegar a su casa.
Necesitaba caminar un poco y fumarse un cigarrillo antes de subirse a un taxi. Se encaminó por un callejon con la previsión de salir a una gran avenida donde parar uno.

En una de estas callejuelas mal iluminadas, a Lorna le pareció escuchar cómo otra persona caminaba cerca de ella. Al girarse alarmada, se encontró cara a cara con un tipo algo más bajito que ella pero de complexión fuerte, completamente calvo y con una barba recortada que le quedaba francamente mal.
–Oye, ¿tienes un cigarro? –le preguntó el hombre bajito a bocajarro.
–No, lo siento, este es el último– contestó Lorna algo nerviosa, y antes de que ella pudiera darle la espalda para irse, un cuchillo de un palmo apareció en la mano de aquel tipo para amenazarla.

–Ya me estás dando el bolso, puta, ¡vamos! –El hombre intentó tirar del bolso de Lorna pero ésta le apartó la mano. Le retorció el brazo haciendo que tirara el cuchillo, tal y como había aprendido en clase de defensa personal.
El tipo acabó hincando una rodilla en el suelo sollozando por el dolor que sentía.

Antes de que él pudiera recoger el cuchillo del suelo, Lorna sacó algo de su bolsillo sin pensárselo dos veces y unas lucecitas azules picaron el cuello del asaltante que cayó convulsionándose sobre el capó de un coche.

Lorna volvió a guardar su taser en el bolsillo de su gabardina.
La cabeza le daba vueltas y sentía un hormigueo realmente fuerte que se escapaba por sus brazos y piernas.
La adrenalina corría por su torrente sanguíneo, haciéndola reír de emoción. Sujetó el cuerpo del hombre calvo por los hombros para que no cayese y lo volvió a colocar bocabajo contra el capó del coche. Se quedó mirando el cuerpo inerte y al momento recogió el cuchillo del suelo.

De un rápido movimiento cortó el cinturón y la tela de los tejanos que llevaba el asaltante y se las arregló para dejar al descubierto su culo.
Lorna se desabrochó la gabardina y se sacó un condón de su cartuchera. Después de colocarlo en su pollón de goma de veinte centímetros, escupió un poco en la punta, y sin más miramientos comenzó a meter, con cierto esfuerzo, el duro correctivo al atracador.

Ahora Lorna, parapetada en la esquina de un aparcamiento, apuraba su cigarro antes de pensar en la mejor forma de llegar hasta la calle principal sin llamar la atención y subirse al primer taxi que viese.

No tardó en llegar a casa poco antes del amanecer con las botas en el regazo para no hacer ruido por las escaleras.

Se metió corriendo en el cuarto de baño y allí se desnudó echando sus prendas al cesto de la ropa sucia.

Quedó como nueva, limpia de todo lo que había experimentado esa noche. Por fin relajada, salió del baño con un albornoz y una toalla enrollada en su cabeza.

–Hoy te has levantado más pronto de lo normal, ¿tienes cosas que hacer?

Lorna dio un respingo asustada al ver a su marido delante de la puerta del cuarto de baño.

–Sí, iba a salir a correr, pero no quería despertarte –contestó recomponiéndose como pudo para no delatar su nerviosismo.

–Yo me encargo de prepararles el desayuno a las niñas, vístete y sal a correr, ¿quieres café?








domingo, 19 de julio de 2015

Hentai.

Al abrir la puerta, el golpe de aire acondicionado y el suave olor perfumado del desinfectante reciben como cada viernes por la mañana al señor Ramón. Le agrada esa sensación de pasar de la ruidosa y abrasadora calle al fresco y algo oscuro interior del sex shop de su barrio. Se quita la gorra de fieltro mientras camina poco a poco pero erguido y risueño por el largo pasillo flanqueado por cabinas de vídeo hasta el mostrador de la tienda. No es hasta que pronuncia su clásico saludo cuando Lota, consigue levantar la vista de su novela, cosa que no hace con casi ningún otro cliente, y le devuelve el saludo sonriéndole y ajustándose las gafas.

El señor Ramón siempre gusta de socializar un poco con quien lo atiende en cualquier comercio y, siendo él un parroquiano de ese sex shop, no pierde la oportunidad de comentar el tiempo, interesarse por lo que está leyendo Lota esa semana y a veces hasta permitirse echarle un inocente piropo a la veinteañera. Pasada ya esta ceremonia le pide cambio para las videocabinas y se aleja de nuevo por el pasillo.

Lota piensa que ese simpático jubilado debe de sentirse muy solo desde que murió su mujer hará unos años. Por lo que le cuenta, no suele recibir visitas de sus hijos y más allá del consumo de pornografía semanal, no tiene ningún otro entretenimiento. Le recuerda a una mezcla entre Gabriel García Márquez y el abuelo del Werther's Original pero con priapismo.

Después de colgar la gorra en el gancho de la puerta corredera de la cabina, el afable abuelito se acomoda en el asiento de plástico atornillado a la pared. Comienza a introducir una a una las monedas en la ranura de la máquina. Automáticamente la pantalla que tiene delante comienza a emitir una película porno en versión original. El ritual semanal continúa para el señor Ramón bajándose los tirantes y desabrochándose la bragueta para después ir cambiando de canal utilizando los botones que tiene sobre un reposabrazos.

Va saltando de canal en canal mientras se suceden las escenas de sexo gay entre jovencitos que descubren el amor en los barracones, desvestidos con ropas militares. Salta a los pocos segundos para caer en medio de un jardín donde una mujer se comporta de lo más cariñosa con un pastor alemán. De ahí pasa enseguida a unas exóticas transexuales del sudeste asiático que se untan generosamente con aceite de masaje en una habitación de hotel.

Especial atención le merece esta vez el vídeo de una chica delgada de veintipocos años que se pasea, o más bien la pasean, completamente desnuda, por las calles de una ciudad europea en un día algo nublado. La visión de la actriz con las manos atadas a la espalda siendo exhibida con una correa de perro al cuello ante la mirada de los transeúntes, sorprende al abuelito, que no puede evitar recordar la vez que les multaron a su entonces novia y a él por besarse en un banco del parque.
Hubiera preferido ser joven en un mundo en el que si llevas a tu novia desnuda a un callejón y te la follas te hacen una película en lugar de multarte.
Después de tanto tiempo viendo de todo, al señor Ramón ya no le escandaliza prácticamente nada: desde las amas de casa que se divierten metiéndose en la boca descomunales miembros de negros hasta las crueles dóminas que infligen castigos a base de fustas y látigos a sus obedientes esclavos.
El adorable septuagenario ha aprendido más en solo unos meses de consumo de pornografía que en toda su vida de pareja.

Para cuando llega a un vídeo porno alemán, deja de zapear para mirar absorto la cara radiante de una actriz rubia que se relame cuando un tipo con una camiseta negra y un pasamontañas le toca el turno de correrse en su cara. Tal muestra de desparpajo hace que el señor Ramón se desate y termine resoplando con dificultad.

Se limpia con las toallitas de papel higiénico que cuelgan del dispensador sujeto a la pared de la cabina mientras intenta recuperar el resuello, visiblemente acalorado. A sabiendas de que la máquina no devuelve el dinero, el señor Ramón decide gastar los últimos créditos que le quedan pasando rápidamente los canales hasta encontrar una “película de dibujos”, como a él le gusta llamarlas.

Tras bastantes golpes al botón de avance, por fin aparece su cinta de animación japonesa preferida. Ha debido de ver esta película a trozos durante el año y medio que lleva viniendo al sex shop: “Princess Warrior Super Star”.

La protagonista, Suki, una adolescente con el pelo rojo, está en ese mismo momento matando a golpe de consolador gigante a un demonio que la ataca con sus múltiples tentáculos para intentar violarla. Parece que Suki tiene a raya al Gran Diablo Polla hasta que uno de sus tentáculos la estrangula y otro le arranca el uniforme amarillo de colegiala, haciendo que sus descomunales pechos salgan disparados. Un sinfín de apéndices de color morado inmovilizan los tobillos y las muñecas de la princesa, se cuelan por sus orificios y se retuercen sobre su cuerpo dejando una baba espesa sobre su piel. Los tentáculos constriñen y azotan sus enormes tetas y estas se bambolean produciendo una onomatopeya que se asemeja a un sonoro “blum-blum”.
Suki cierra los ojos llenos de lágrimas dejándose llevar por el éxtasis de forma vergonzosa, hasta que todos los tentáculos eyaculan a la vez tirándola en el suelo sobre un gran charco blanco. El Gran Diablo Polla ríe satisfecho por su victoria sin darse cuenta de que Suki se levanta recubierta de esperma diabólico y un aura eléctrica multicolor rodea su cuerpo.
<<Debiste saber que tu leche demoníaca me hace más poderosa, Diablo Polla>>. Los labios del señor Ramón hacen play back al tiempo que Suki recita su sentencia mortal. El dildo gigante de la guerrera regresa volando a su mano como si fuera un boomerang y de este salen unas enormes espinas, lo que le permite utilizar la nueva arma para rebanar a puñados los tentáculos viciosos hasta, por fin, cortarle la cabeza de cuajo a su enemigo mortal.

Ramón aplaude alegremente en la oscuridad después de ver por enésima vez como su heroína vence a las fuerzas del mal.
–Eres la mejor, Suki –exclama animado.
–Ya lo creo que soy la mejor, ¿por qué no vienes conmigo y lo compruebas más de cerca? –dice Suki como si mirase fijamente a la pantalla.
–Esta parte no me suena. Será una versión distinta.
El señor Ramón hace ademán de levantarse del asiento para salir de su cabina cuando de nuevo la voz de la protagonista se dirige hacia él:
–Te estoy hablando a ti, Ramón. ¿No te gustaría estar a este lado del cristal conmigo? Dame la mano y te sacaré de aquí, vamos.
El señor Ramón se queda atónito al escuchar a Suki hablándole a él directamente. No puede pronunciar ni una sola palabra, así que se limita a tragar saliva.
–No tenemos mucho tiempo, Ramón. Acerca tu mano al cristal.
Obedientemente y sin saber muy bien qué está haciendo, el señor Ramón pega la palma de su mano al televisor y un hormigueo le recorre el cuerpo.

Ahora el señor Ramón se siente realmente feliz en la tierra de las princesas guerreras y los demonios folladores. Y hasta puede saltar de canal en canal para convertirse en protagonista de cualquier otra película porno.
Una adolescente con el pelo rojo y vestido amarillo sale por la puerta de cristal opaco del sex shop.
Las luces naranjas de una ambulancia rebotan contra los escaparates de las tiendas. Una pareja de sanitarios empujan una camilla con ruedas sobre la que hay un cuerpo tapado por una sábana de color azul claro. Lota, la dependienta, llora tristemente mientras ve como suben la camilla a la ambulancia.

jueves, 25 de junio de 2015

Blablacar.

Esta noche vuelvo a recoger a uno. Hace ya dos semanas desde la última vez que llevé de viaje a alguien y volvía a sentir ganas de dar un paseo.
El otro día me metí en blablacar y encontré al compañero de viaje que quería: Un chaval joven con pinta de tímido detrás de sus gafas de pasta y unos buenos labios carnosos. Ojalá en esas fotos de perfil se les vieran también las manos. ¡Dios! Cómo me ponen unas manos grandes y fuertes.

Le cité a las doce de la noche en una calle del centro.
Voy a llegar tarde. Siempre procuro llegar un poco tarde por hacerles sufrir. Me gusta entretenerme acicalándome como si fuese una cita. Me extiendo la crema hidratante por mi piel para tenerla suave e hidratada después de ducharme. Lo hago mirándome al espejo del baño mientras ignoro que suena el móvil. Es él, ya ha llegado y tiene miedo de que no acuda. Eso me gusta. Se siente vulnerable esperándome solo en la calle.

Peino con un poco de gomina mi pelo corto teñido de rubio. Me pinto los labios de rojo mientras pienso en los suyos.  Miro dentro del armario decidiendo qué ponerme. Me encantaría llevar mi cazadora de raso acolchada, me siento como un piloto de carreras con ella, pero hace demasiado calor. Será mejor que me ponga un vestido de tirantes y me ate las sandalias de tacón a los tobillos, no quiero hacerle sufrir más.

Llego media hora tarde al sitio que le indiqué. Le veo cómo ya empieza a darse media vuelta arrastrando con cansancio su maleta de ruedas de vuelta a casa, decepcionado. Toco el claxon y doy las largas para que se fije en mi coche. Se gira asustado, para tranquilizarlo bajo mi ventanilla y saco la cabeza para saludarle. Se queda paralizado como un cervatillo mirando unos faros. Es muy guapo, me gusta como le queda la barba recortada. Le indico que meta su equipaje en el maletero abriéndoselo sin salir de mi coche.

Me invento cualquier excusa tonta para que me disculpe por llegar tarde cuando ya se ha sentado en su asiento y se abrocha el cinturón. Le ofrezco mi mano para que la estreche. Eso también es un truco para poder fijarme en sus manos, lo hago a menudo. Las tiene grandes y fuertes pero sin durezas.
Me mira, sé que me mira y que no me quita los ojos de encima. Yo procuro subirme la parte de abajo del vestido cada vez que voy a cambiar de marcha para que se fije más en mis muslos.

Le saco conversación de cualquier tipo para que se vaya sintiendo cómodo. Procuro bromear con él para tener una excusa a la hora de poner mi mano sobre su rodilla o darle una palmada en el brazo. Tenemos casi dos horas de viaje por delante en plena noche así que no tengo que darme prisa con él. No tarda en tomar la iniciativa y me pregunta por los tatuajes que llevo en los brazos. Le enseño también los que llevo en los muslos, apartándome la tela del vestido y veo cómo se pone cada vez más rojo hasta que se quita las gafas para limpiársela con el faldón de la camisa.

Subo las ventanillas con la excusa de que me empieza a molestar el aire de la carretera. Ahora comienza a hacer calor dentro del coche. Se extraña cuando le digo que puede desabrocharse la camisa si tiene calor. Se desabrocha tan solo un par de botones y me fijo en cómo unas gotas de sudor caen por su pecho bien formado. Le pido que me acerque una botella de agua que hay en el asiento de detrás. La botella de litro y medio está casi congelada cuando bebo a morro de ella y dejo que se escape un poco de agua de mi boca para que me moje el escote del vestido. Le paso la botella y también bebe un poco. Un poco de mi carmín se ha quedado en el cuello de la botella y ha manchado sus labios. Acerco mi dedo pulgar y se lo paso por su boca. Apunto estoy de metérselo entero. No puedo aguantar mucho más así, aprieto mis muslos uno contra el otro para calmarme. Le vuelvo a pedir la botella y esta vez me tiro casi toda el agua por la boca y el pecho mientras él me mira con los ojos abiertos como platos.

Hundo el pie en el acelerador y la aguja del cuentakilómetros señala que vamos a más de ciento veinte por hora. Adelanto los pocos coches que hay en la carretera a estas horas de la noche apretando con fuerza las dos manos sobre el volante.
Le miro, está preocupado. Me pide que afloje un poco.
Me pongo muy seria y le digo que como no se saque la polla ahora mismo me estrello contra el primer coche que vea.

Me dice que si estoy loca, que si hablo en serio, que si quiero que nos matemos, bla, bla, bla… Suelto una mano del volante y la pongo encima de su paquete.

Lo agarro con fuerza por encima de la tela de pantalón y le vuelvo a repetir con voz tranquila pero firme que no aguanto más metida en este coche sin ver como se agarra la polla con esas manos suyas. Noto cómo el bulto crece en la palma de mi mano y ahora en lugar de agarrar con fuerza me limito a acariciarlo.
Le repito que si se la saca me portaré bien al volante y no nos pasará nada. Por lo que noto él también tiene ganas de agradarme. Retiro mi mano y no tarda en soltarse el cinturón del pantalón y desabrocharse los botones de la bragueta. Me pide que me fije en la carretera y le respondo que cuanto más tarde en sacársela más tardaré yo en mirar hacia delante.

Me obedece. Me encanta que lo hagan. Veo cómo su polla sale disparada del calzoncillo. El muy cabrón se estaba empalmando mientras se preocupaba de que no tuviéramos un accidente.
Le digo que se la agarre con fuerza y se pajee para mí. Cuando veo que comienza a hacerlo, decelero tal y como le había prometido y me coloco en el carril de la derecha.
Le indico con qué cadencia debe masturbarse y cómo su mano debe recorrer toda su polla mientras que con la otra quiero ver como se acaricia los huevos. Él solo asiente nervioso, sabe que debe hacer todo lo que le pido o podría dar un volantazo en cualquier momento.
No paro de decirle guarradas y hablarle de cómo sé que había estado mirando mi cuerpo desde que se sentó a mi lado. Le obligo a que confiese que quiere lamerme los muslos mientras se pajea.
Cuando veo que se toca con más frenesí del permitido, le ordeno que pare durante unos segundos y coloque sus manos sobre los muslos para calmarse. No quiero que se corra antes de que yo se lo indique. Escucho el chapoteo de su prepucio por culpa del líquido preseminal y le pido que se pase el pulgar por el glande para recogerlo y que me lo ponga en los labios. Tiene un sabor fuerte y un poco amargo. Me gusta cómo sabe mi compañero de viaje.
Le hago saber que puede alargar su brazo izquierdo para tocarme los pechos. Quiero que me ponga los pezones duros acariciándolos por encima del vestido con sus manos. Le digo que me meta los dedos en la boca. Me pasa los dedos índice y corazón por los labios y saco enseguida la lengua para lamérselos. Dios, adoro lamerle los dedos. Me pone tres dentro de la boca y comienzo a mover la cabeza como si me estuviera comiendo su polla. Precisamente ahora mismo la tiene durísima y le ordeno que deje de tocársela durante un rato.

Me deja la boca llena de babas justo cuando en la salida de una rotonda nos encontramos un control de la Guardia Civil. ¡Me cago en su puta madre!
Nos da el alto, indicándome el agente con su espada láser, que me eche al arcén.

Él me saca la mano de la boca muy asustado y comienza a abrocharse la bragueta. Le digo que como se guarde la polla arraso con el coche patrulla y nos damos a la fuga.
Saco un fular de mi bolso y se lo pongo en el regazo aunque a duras penas eso le disimula la erección. Le dejo claro que si intenta decirles algo a los policías me pongo a gritar que es un pervertido que me ha estado enseñando los genitales durante todo el trayecto y casi nos matamos por su culpa.

Detengo el coche, bajo la ventanilla y el guardia, después de saludarme y hacerme apagar el motor, me pide la documentación. Se marcha a su coche para comprobarlo todo por radio. Mientras tanto su compañero nos apunta con una linterna y me informa de que va a realizarme un control de alcoholemia. Me da la boquilla de plástico y me pide que yo misma la desenvuelva y la coloque dentro de su aparato. Procuro no reírme pero aún tengo la suficiente mala leche para mirar de reojo el fular que lleva en el regazo mi compañero de viaje y sonreírle con picardía. Saco un poco la cabeza por la ventanilla y soplo con fuerza y sin detenerme tal y cómo me pide el agente. Por supuesto doy negativo y en seguida vuelve el primer guardia con mi documentación diciendo que nos marchemos ya y que conduzca con cuidado. 

Me río a carcajadas para liberar tensión cuando reemprendemos el camino y le digo al chico que ya puede devolverme el fular. Se sorprende de que aún tenga ganas de marcha pero no puede hacer otra cosa más que seguirme el juego.

Su polla no tarda en ponerse erecta y me escupo en la mano para que se beba mi saliva como si fuera un perrito bueno. Le llego a envidiar al ver cómo se alivia a gusto mientras yo aún no he podido ni tocarme. Le cojo su mano izquierda y me vuelvo a tragar sus dedos. Los llego incluso a morder. Le hago saber que como abra la boca para quejarse ya sabe lo que le espera.

Apretar mis muslos chorreantes mientras le chupo la mano es una tortura deliciosa pero ya estamos llegando a destino y no creo que el pobre aguante mucho más tiempo. Le ordeno que se corra ya mismo, que se imagine echándome toda su leche sobre mis tetas. Un chorro blanco sale disparado de su polla salpicando el parabrisas. Jadea, se retuerce, cierra los ojos. Le acerco de nuevo el fular para que se limpie.
Cuando termina le cojo el pañuelo arrugado de entre sus manos y me lo acerco a la cara. Todo huele a él. Me dejará su olor una vez se haya marchado y me acompañará durante un buen rato.

El resto del viaje lo hacemos en silencio. Me da tiempo a fumarme un cigarro hasta que llegamos a la casa de unos amigos donde va a pasar sus vacaciones. Cuando va a despedirse de mí le como la boca y le pongo sus manos en mis pechos. Quiero que me sobe y se morree conmigo antes de que no le vuelva a ver en la vida.

Aparco el coche enfrente de un vado para poder masturbarme a placer poniéndome el fular empapado en semen delante de la cara. Lo inhalo con fuerza mientras mi mano se mete dentro de mis bragas inundadas. No paro de imaginarme sus manos sobando mis muslos, mi culo, apretando mis pechos… Sus dedos oliendo a polla dentro de mi boca, salivándolos. Me corro gritando en mitad de la noche con la cabeza apoyada contra el volante. Me tiemblan las piernas. Me relajo. Consigo incorporarme en el asiento pasados unos minutos.
Me enciendo un cigarro y veo pasar a un hombre andando por la acera.
¡Eh! ¿Vas muy lejos? ¿Quieres que te lleve?

sábado, 16 de mayo de 2015

La Mocosa.


En esta ocasión no os voy a explicar ningún cuento que haya brotado de mi imaginación, sino que me he limitado a copiar una carta que me envió mi sobrino Iñaki hará ya un año.
Iñaki, un chico alto y guapo que podría traer locas a todas las chicas de su universidad si no fuera por lo tímido y escrupulosamente educado que puede ser a veces. Con su pelo rubio peinado de lado y sus camisas perfectamente planchadas, su cara de no haber roto jamás un plato…

Desde que me mudé a otra ciudad por cambiar de aires, le prometí al hijo de mi hermana que seguiríamos manteniendo el contacto y que la mejor forma de hacerlo era mediante correspondencia tradicional. Recibir una carta de alguien a quien quieres es algo de lo más satisfactorio. Escribir a mano una carta a la vieja usanza te permite explayarte más la hora de mostrar tu afecto y es una manera mucho más cálida y personal de mantener un contacto íntimo.

De esta manera, después de pedirle permiso a mi sobrino para publicar esta carta, he decidido compartirla con vosotros para que disfrutéis, como lo hice yo en su día, de la pequeña aventura que vivió:
*

Barcelona.
1 de junio de 2014.



Querida tía Ainhoa:

Hacía demasiado tiempo que no me ponía en contacto contigo y siento no haberlo podido hacer antes, pero los estudios y otras tareas me han mantenido muy ocupado como para escribirte con la regularidad que deseo.

Espero que en el momento de leer estas líneas te encuentres bien y te haya alegrado recibir mi carta.

Dejando de lado los formalismos me gustaría contarte algo que me pasó el otro día y, dado que de entre mis amistades no cuento con nadie con la suficiente confianza y amplitud de miras, he decidido que seas tú mi confesora.

Siempre te he tenido por una mujer abierta de mente y jamás has juzgado a nadie por su forma de vida. Quizá por eso mismo mi madre y tú no os habéis llevado nunca demasiado bien, aunque he tenido la suerte de que me hayas podido enseñar tanto durante mi adolescencia.
A fin de cuentas, siempre he preferido explicarte a ti mis experiencias y preocupaciones antes que a ella, pues siento contigo una mayor conexión. Por no hablar de todas las veces que he necesitado de tus mimos y cuidados y tú siempre has sabido devolverme ese cariño aunque fuese de forma clandestina, lejos de cualquier sospecha por parte de la familia.

La situación que quiero explicarte ocurrió hace unas semanas.
Me desperté de la siesta algo acalorado a eso de las cinco de la tarde y con una tremenda erección, quizá producida por los involuntarios frotamientos contra el colchón mientras dormía. Recuerdo que abrí los ojos como platos al recordar la cita a la que me propuse asistir desde hacía días y que me producía una mezcla de ilusión y miedo pensar en ella.

Sin perder demasiado tiempo remoloneando en la cama y evitando que pudiera masturbarme ante el deseo de acudir a esa cita, me fui directo al cuarto de baño para asearme. Una ocasión así merecía que asistiera lo más pulcro posible.
Comencé pues, teniendo que orinar (discúlpame que sea tan brusco) y al bajarme los calzoncillos me dije que lo primero que debía hacer era adecentar el vello púbico para dar así una mejor imagen.

Ayudándome de la perfiladora de barba rebajé el pelo del pubis hasta dejarlo bien cortito. Después de quedar satisfecho con el resultado, limpié el aparato y cogí una botella de aceite para masajes y extendí un poco del líquido suave y aromático por mis testículos hasta dejarlos completamente lubricados. Agarré mi maquinilla y comencé a rasurar el escroto con pasadas firmes y precisas hasta eliminar todos esos incómodos pelos hasta dejar la piel bien suave y lisa. Como puedes leer, seguí tu consejo tal y como me explicaste para afeitar una zona tan delicada en la que tienes que realizar muchas pasadas en cualquier dirección sin sufrir cortes ni irritaciones. Después de comprobar que había realizado un buen trabajo, limpié con agua tibia la maquinilla, la sequé y la volví a guardar en su sitio.

Abrí el grifo de la ducha y mientras se calentaba el agua, me miré desnudo ante el espejo del baño para ver desde diferentes ángulos el aspecto que tenía ahora mi pene. Con temor a resultar un tanto narcisista, he de confesarte que me encantó el resultado y ante esa visión comencé a ver una buena erección que iba tomando forma hasta dejar el miembro completamente duro y derecho, orgulloso de mostrarse tan limpio y reluciente. Estuve muy tentado de masturbarme así, de pie ante mi propio reflejo, pero supe parar a tiempo para no perder las ganas que necesitaría demostrar en menos de una hora.

Me metí en la ducha y comencé a lavarme el pelo. Después cogí un poco de jabón y me froté bien el pene dejándolo completamente lleno de espuma. De la misma forma, retiré la piel del prepucio y también lo lustré para limpiarlo a fondo y conseguir que estuviera lo más limpio posible. Lo mismo hice con mis testículos, los cuales noté especialmente suaves y agradables al tacto. También fregué el perineo repasándolo con los dedos índice y corazón. Me enjuagué las manos y utilicé un poco más de jabón líquido para repasar la piel entre mis nalgas ya que no quería dejar ninguna zona íntima de mi cuerpo sin lavar a conciencia.
Después mojé la esponja y echando más jabón la froté contra mi pecho, mis axilas y mi vientre. Quería que mi piel tuviera el aspecto más limpio y el olor más fresco posible.

Salí de la ducha y me sequé el cuerpo con el albornoz y utilicé una toalla limpia para secarme el pelo antes de peinarme con el secador y el cepillo.

Me eché desodorante en las axilas, el abdomen y la espalda. Vaporicé un poco de perfume sobre mi cuello, no demasiado, pues no quería ofender a nadie con un olor demasiado intenso.
Después de eso, apliqué un poco de crema hidratante en la base del pene y mis testículos para evitar rozaduras.

Volví a mi cuarto y revisé en el portátil la página web de un sex shop de la ciudad para confirmar la dirección de mi cita.
En esa página había encontrado hacía unos días por casualidad una sección de actividades que realizaban en una sala equipada para tales fines. De entre los anuncios que vi me llamó la atención el de una foto con una chica arrodillada, de espaldas a la cámara, entrada en carnes pero con unas curvas muy generosas que me hizo pinchar sobre el recuadro para saber más.

El anuncio decía claramente que esa chica, apodada “la Mocosa” por su aspecto juvenil, invitaba a todos los que quisieran a acudir a esa sala a utilizar su cuerpo sin miramientos hasta dejarla exhausta. Le encantaba que la manosearan, la azotasen, que utilizasen cualquiera de sus agujeros… Estaba bien entrenada en la práctica de la garganta profunda y prometía tragarse hasta la última gota de semen que eyaculasen sobre su boca.

Te puedes imaginar que desde que leí ese anuncio estuve fantaseando con todo lo que le harían a esa muchacha que perfectamente rondaría mi edad.

Así pues, tras cerciorarme de la hora a la que ella acudiría a ese sex shop y recordar la dirección del establecimiento, me dispuse a vestirme.

Elegí unos boxers blancos de algodón intentando introducir mi pene erecto en ellos después de la excitación al repasar de nuevo el anuncio. Me abroché unos tejanos y escogí una camiseta blanca con cuello de panadero.
Metí en mi mochila la cartera, el móvil y las llaves y agarré el casco. Bajé a la calle y me subí a mi moto para ir hasta el centro de la ciudad.

A esa hora de la tarde el sol me daba de lleno en la cara y sentí una suave brisa que calmó un poco mi nerviosismo.
Aparqué sin problemas a unas manzanas de distancia para poder pasear distraídamente hasta el local.

Fue entonces cuando en un paso de peatones se colocó a mi lado una chica bajita, morena, con el pelo largo y rizado, con la piel del color del dulce de leche. Llevaba unas gafas con montura metálica. Vestía una camiseta de rayas marineras y una minifalda tejana. Me llegaba a la altura del hombro gracias a unas sandalias con cuña de corcho. La miré de arriba abajo aunque ella ni siquiera se fijó en mí, y cruzó la calle cuando el semáforo se puso en verde. La vi alejarse moviendo su generoso culo hasta meterse en una cafetería y me sorprendí a mí mismo mordiéndome el labio inferior deseando que fuese ella la chica que iba a entregarse a un puñado de desconocidos.

Seguí andando por la acera hasta entrar en el sex shop pensando cómo sería esa chica que solo había visto de espaldas en una foto.
Lo primero que me llamó la atención de la tienda era un persistente olor a desinfectante perfumado algo dulzón y una iluminación escasa. Atravesé un largo pasillo bordeado por vídeo cabinas de contrachapado negro y pósters publicitarios de lencería barata con modelos excesivamente maquilladas que me miraban entrecerrando los ojos y abriendo la boca. La mayoría de esas cabinas tenían la puerta abierta y se podía ver en cada una de ellas una especie de sillón acolchado, collado a la pared con un brazo metálico lleno de botones grandes, cuadrados y rojos. Algunas de estas cabinas estaban cerradas y de ellas salía el sonido de diferentes películas porno aunque todas ellas emitían una cancioncilla similar compuesta por jadeos mal doblados al castellano.

El pasillo terminaba en una sala algo grande llena de vitrinas que contenían vibradores de todos los tamaños, colores y formas que pudieras imaginar, así como unas cuantas estanterías de contrachapado donde se apilaban centenares de cajas de DVD clasificadas por temáticas.
Enfrente me encontré un mostrador alto con expositores de lubricantes y preservativos así como otros pequeños juguetes.

Detrás del mostrador atendía una mujer de unos treinta y tantos, bajita, con el pelo corto y unos pendientes largos. Me dirigí a ella y después de darle las buenas tardes, algo nervioso y con la voz entrecortada, le farfullé en tono bajo que quería comprar una entrada para la sala.
Me señaló unas cortinas negras a la derecha de la habitación y me dijo que la entrada para el cine costaba diez euros. Le contesté moviendo la cabeza que me refería a una entrada para la sala liberal. –Ah, vale, pensé que querías entrar al cine. La otra sala es un poco más cara, ¿ya lo sabes, verdad? Ten, aquí tienes tu ticket y este condón, pasa por detrás del mostrador y cruza esa puerta.
Le di las gracias y le pedí por favor, que me guardara la mochila. Me sonrió amablemente y se despidió de mí cuando crucé la puerta, deseándome que me lo pasara bien.

Al traspasar la puerta me encontré en una habitación iluminada por tubos fluorescentes de color salmón, amueblada con unos bancos de madera y una pequeña barra donde atendía un hombre de mediana edad, regordete y calvo que charlaba distraídamente con otro hombre alto y delgado que llevaba una gorra desgastada. Este bebía directamente de una lata de Voll-Damm mientras fumaba. En la sala, además de esos dos hombres había otros ocho más. Lo recuerdo perfectamente porque me puse a contarlos para distraer mi nerviosismo. Cada uno de ellos se encontraba con la mirada perdida en el infinito, sin intención alguna de socializar con quien tuviera a su lado. Ninguno de ellos reparó más de un par de segundos en mí aunque tuvieran claro que me sacaban al menos diez años de diferencia y se me viera fuera de mi ambiente. Eran hombres de entre treinta y muchos y cuarenta y tantos con el semblante serio.

En ese momento noté que me costaba tragar saliva y me arrepentí de haber dejado la mochila fuera, pues me hubiera venido bien un cigarro para calmar los nervios. La cabeza me daba vueltas y algo dentro de ella me decía que de no haber pagado la entrada, lo más sensato sería salir de ahí corriendo sin mirar atrás.
Ya que no podía fumar ni encontré ningún sitio tranquilo donde sentarme, decidí pasar a la siguiente sala para satisfacer mi curiosidad ya que todavía faltaban diez minutos para la hora en que debía llegar esa chica.

La siguiente habitación se componía de unas cuantas taquillas metálicas como las de cualquier vestuario y una ducha de plato de unos cuatro metros cuadrados con una gran cortina de plástico transparente corrida. La habitación tenía en una esquina un pequeño cuarto de baño sin puerta, mucho mejor iluminado que el resto de las estancias, que se componía de un lavabo donde había un bote de jabón de marca blanca y un dispensador de toallitas de papel, un bidet que me juré no utilizar en la vida y una taza de váter.

Al salir del cuarto de baño me crucé con otro tipo que no había visto en la anterior sala y al que a penas miré a la cara cuando entró en el baño. De ahí pasé a otra sala mucho más grande y amueblada con mejor gusto, donde encontré sofás de escay negros apoyados en cada una de las paredes, con algunas mesitas delante de estos y en un rincón, una gran cama redonda del mismo tapizado que los sofás con un enorme espejo colocado a modo de cabecero.
Me senté en el borde de la cama y comencé a imaginar la escena de una gran orgía: Hombres y mujeres desnudos dispersados por los diferentes sofás, metiéndose mano a la vista de todos, mientras una maraña de cuerpos sudorosos se retorcía y gemía encima de la gran cama redonda.

Me fijé en unos escalones que subían hasta otra sala que estaba prácticamente a oscuras. Me encaminé hacia ella y ahí descubrí dos tablones llenos de argollas collados a la pared que formaban una equis, un potro que me recordó a mis clases de educación física en el colegio y una especie de balancín hecho con correas de cuero negras que colgaban del techo. Casi pude escuchar los chasquidos de látigos y fustas contra la carne, y los gritos y sollozos de aquellos que habían estado siendo castigados en esa habitación.

Después de revisar esa última estancia noté un aire muy viciado y pesado, así que volví a bajar los cuatro escalones que la separaban de sala de la cama redonda para poder respirar mejor.
Llamó mi curiosidad un marco de madera rectangular colocado en horizontal tapado por una cortinita negra y pregunté qué podría verse al otro lado.

A través de esa ventanita pude distinguir una pantalla que proyectaba una película porno genérica que no me llamó tanto la atención como las sillas plegables que había delante de esta y componían la sala de cine que me había nombrado antes la dependienta.

Pude distinguir algunas siluetas oscuras, a contraluz de la pantalla de cine y como alguna de estas se levantaba de una silla al fondo de la sala y tocaba el hombro de algún otro espectador para que lo acompañara a un rincón más discreto.
El resto de figuras anónimas simplemente se recostaban en su sillas y cuando no tenían los brazos cruzados, se limitaban a dejar caer con descuido una mano sobre el regazo de quién tenían al lado.

Volví a correr la cortina y miré el reloj. Faltaban menos de cinco minutos. Regresé a la primera sala y encontré un asiento libre al lado de la puerta en el que pude quedarme quieto fingiendo tranquilidad. Reparé en el hilo musical que filtraba canciones horteras y en un maniquí femenino de torso desnudo que se iba iluminando poco a poco hasta volver a apagarse sucesivamente. Noté que en la sala, donde en ese momento debía haber ya unos veinte hombres en total, había una fuerte tensión. Me sentí como si fuéramos un grupo de gladiadores romanos intranquilos por saltar a la arena. La sala estaba cargada de testosterona e impaciencia.

Miré de nuevo el reloj y ya habían pasado unos minutos de la hora señalada. Entró otro hombre más que se dejó la puerta abierta, aunque nadie se movió para volver a cerrarla. La habitación quedaba así algo mejor iluminada y me distraje mirando hacia la parte de la tienda.
Una mujer madura de cabellos rizados y rubios, que imaginé que podría ser la dueña del establecimiento, estaba al otro lado. Vestía una falda de cuero rojo y una blusa negra. Saludó a alguien que acababa de traspasar el mostrador. Se colocó de perfil ante el marco de la puerta para recibir a una chica bajita y de pelo rizado.

Mis ojos se abrieron como los de un niño al desenvolver su regalo la mañana de Reyes: Era esa chica mulata de pelo rizado que me había cruzado haría un rato en la calle. Era ella misma “la Mocosa”. La chica que estaba de espaldas en la foto donde parecía mucho más pálida, completamente desnuda, con su enorme culo. La chica de la que no sabía absolutamente nada y con la que me estuve masturbando frenéticamente durante los últimos días, imaginándola realizando todas esas cosas que aseguraba, según el anuncio, que tenía tantas ganas de hacer con todos nosotros.

La chica le pidió a la mujer madura un vaso de agua mientras se abanicaba con la mano. Volvió a los pocos segundos con un vaso de plástico y se lo ofreció. Pude oírlas hablar mientras la chica le preguntaba cuantos habían venido. –Han entrado veinticinco tíos –Dijo la mujer toda risueña.
La chica abrió mucho los ojos asombrada por el éxito de la convocatoria. –No pensé que iban a venir tantos –Contestó sorprendida. Y vi que su cara reflejaba satisfacción.
Se terminó el vaso de agua y se lo devolvió a la mujer junto con su bolso. La mocosa desapareció de mi campo de visión durante uno o dos minutos que se me hicieron interminables.

Fue entonces cuando entró en la habitación donde nos encontrábamos la mayoría de nosotros y la atravesó con paso firme y la cabeza bien alta, como una Cleopatra moderna dispuesta a satisfacerse con los cuerpos de sus sirvientes.
En ese momento no me pareció tan bajita. A juzgar por esa visión podría haberte asegurado, querida tía, que ella medía más de metro ochenta, sandalias de cuña aparte.

Se metió en la siguiente sala, la de la ducha, seguida por una fila india de hombres impacientes. Por unos segundos permanecí de pie, quieto sin saber muy bien cómo reaccionar. Mis buenos modales me pedían que esperase un momento a que ella se pusiera cómoda, aunque la situación no parecía que exigiese ningún tipo de cortesía.
Pasé pues a la sala y ya me encontré a cuatro de esos hombres que la tenían acorralada contra la pared. Estos la manoseaban, le agarraban por sus abultadas mejillas para besarla en la boca mientras ella se iba desnudando como podía, dejando su ropa en el suelo.
La Mocosa se encontraba de puntillas, pegada a la pared, dejando que los arbustos de brazos la agarrasen del cuello, le escupieran en la cara, la abofeteasen o le apretaran los pezones sin miramientos. Hasta comenzó a abrir las piernas para permitir que nadie se quedase sin repasarla por entre los muslos.

Una vez que la chica consiguió quedarse desnuda y descalza y dejar con cuidado sus gafas encima del montón de ropa que había en el suelo, uno la agarró de los pelos y la llevó medio arrastras hasta el plato de ducha, mientras el resto de nosotros abríamos un pasillo sin apartar la vista de ella.
Distinguí al hombre de la gorra como uno de los que aprovechó que la chica pasaba para azotarle el culo sonoramente.
Ahí entendí que no se vería una actuación ordenada y con educación como si fuera un buffet libre, si no más bien como una jauría de lobos peleándose por los mejores trozos de una presa.

Se formó un corrillo alrededor de la chica, donde la mayoría se apoyaba en las dos paredes que formaban la esquina de la ducha, y un pequeño grupo de hombres, en el que yo me encontraba, que teníamos a la Mocosa de cara.

Uno de estos hombres estaba totalmente desnudo a excepción de una pequeña cartera de bandolera que le cruzaba el pecho y unas sandalias de plástico de esas que se usan en la piscina. Este hombre en concreto, completamente depilado, que no pasaba del metro setenta, tenía una pinta realmente cómica. Parecía algo absorto y no sabía muy bien dónde colocarse. Era como si a un pobre nadador lo hubiera teletransportado desde su vestuario hasta esa sala donde no paraban de vejar a una chica. Si hubieras estado ahí para verlo, Ainhoa, te hubieras muerto de la risa.

Volviendo a lo que nos ocupa, el resto de hombres se encargaban de azotar con rabia sus nalgas mientras ella gritaba, o alguien la agarraba del cuello para estrangularla unos segundos mientras le follaba la boca. Discúlpame si a partir de este punto mi vocabulario se vuelve algo más grosero de lo que es habitual en mí, pero comprenderás que la ocasión lo merece.

Apoyado contra la pared opuesta a mí estaba el tipo de la gorra, que de vez en cuando soltaba algún comentario en voz alta: “Así, así, dale bien a esa puta“, “que se entere“, “venga, que hay para todos”. Si hubiese podido lo hubiera sacado de la sala por distraerme del espectáculo con sus comentarios. Por suerte no tardó en darle alguien un frasquito de color marrón, con la obertura tapada con el pulgar y que se iban pasando de mano en mano para aspirar un poco. Eso hizo que se calmara un poco.

Yo no apartaba los ojos de ella ni de cómo soportaba cada guantazo, cómo tragaba la saliva que le echaban dentro de su boca, la forma en que mordían o retorcían sus pezones… Y todo ello cerrando los ojos y sonriendo de satisfacción como nunca había visto hacerlo en persona a otra mujer. Aunque también es cierto que no gozo de gran experiencia y esa era la primera vez que presenciaba una sesión de sexo en grupo.

Había quien ya se ponía el condón y se colocaba detrás de ella para agarrarla del culo y follarla sin contemplaciones, agarrándola del pelo con fuerza, mientras la Mocosa echaba la cabeza hacia atrás y gritaba. Otros se contentaban untándole de vaselina el ano y metiéndole un dedo o dos poco a poco observando cómo esta reaccionaba.

Un hombre calvo, completamente desnudo, grande y fuerte, con una buena mata de pelo en el pecho, la agarró de los pelos, y poniéndose de espaldas, le ordenó que le lamiese el ano. Ella sin rechistar le separó las nalgas con las manos y hundió la cara contra su culo.
El calvo, que parecía un gorila musculoso, cerraba los ojos con fuerza de cara a mí y se agarró la polla, bastante grande por cierto, para masturbarse con una mano mientras que con la otra no soltaba la cabeza de la chica.
Al rato, el hombre grande y fuerte, esa bestia parda, se dio la vuelta y le metió la polla en la boca mientras otro la masturbaba a ella. El mostrenco la tenía agarrada por el mentón y la nuca y no paró hasta que la nariz de ella quedó pegada a su pubis, y así estuvo unos segundos taladrándole la garganta hasta que se corrió, a juzgar por el tembleque que le dio en las piernas. Eso supuse, ya que ni una gota de semen salió de la boca de la muchacha. Como premio, ella recibió un escupitajo entre los ojos y dos sonoras bofetadas que le cruzaron la cara de lado a lado.

Otros hombres iban pasando, algunos también desnudos, otros solamente sin camiseta y la bragueta abierta… Todos ellos procuraban utilizar la boca de la Mocosa para descargarse dentro de esta y retirarse. No pienses, querida tía, que la pobre muchacha dejaba de recibir azotes, y pellizcos mientras todo esto sucedía, pues cuando algún hombre se apartaba, rápidamente otro ocupaba su lugar para poder manosear sus generosas carnes.

Al rato volví a ver al hombre que se había encargado de dilatar el culo de la chica y tras ponerse un condón, comenzó a introducirle la polla poco a poco, teniendo cuidado de no hacerlo con brusquedad, tal y como le exigía ella. Pues aunque la Mocosa permitía cualquiera de las vejaciones e insultos que recibía, todos tenían muy claro que ella estaba al mando y no iba a pasar nada que no quisiera que pasase.

Para demostrarte esto con otro ejemplo más, el hombre ridículo de la bandolera y las sandalias fue a colocarle en la boca su polla pequeña y algo torcida; y por encima de los murmullos y los azotes pude escuchar la voz de la Mocosa diciéndole a este “ni de coña, pírate”. Imaginé que o bien el miembro no era del gusto de la chica mulata o bien el hombre no dio muestras de una buena higiene. Esto me alegró soberanamente, pues yo ya comenzaba a tener ganas de desabrocharme el pantalón y enseñarle mi polla erecta, perfectamente limpia, depilada y con un suave olor a jabón.

Observé como el hombre en chanclas se metía entristecido al cuarto de baño y miré de forma discreta cómo se masturbaba en silencio de espaldas al resto. Casi me eché a reír con esa escena, aunque ahora me sienta mal por ese pobre hombre.

La boca y las mejillas de la Mocosa brillaban gracias a una fina capa, mezcla de semen y saliva, ya fuera propia o ajena, que le daba un aspecto precioso a su cara. He de decir que no derramó ni una sola lágrima por mucho que abusasen de ella, por mucho que esos hombres azotasen con furia su culo o la atragantasen hasta la asfixia.
Ella no fingía, simplemente disfrutaba. Se dejaba hacer. Gritaba, sí, pero no notaba dolor o miedo en esos gritos sino liberación. Como cuando gritas al bajar a toda velocidad subida en una montaña rusa.

La follaba uno tras otro mientras yo comenzaba ya a agarrarme con fuerza el paquete. Me encontraba frente a ella y de vez en cuando nos mirábamos.
Estaba preciosa, ya fuera a cuatro patas o de rodillas, recibiendo todas aquellas pollas.
La adoraba.
Yo sonreía visiblemente cuando me miraba aunque ella tuviera la mente en otro lugar. Imaginé que se encontraba en una especie de trance producido por tanto dolor y placer entremezclado.

No quise perder más tiempo y me desabroché el cinturón. Después me abrí los botones de la bragueta y me saqué mi limpia polla de los boxers blancos de algodón. Me masturbé despacio y avancé unos pasos hasta su cara que se iba balanceando por las terribles embestidas de algún hombre desnudo que tenía detrás.
En ese momento, Ainhoa, recuerdo perfectamente que ella misma relajó toda su cara de repente y sonrió al encontrarse con mi polla. Sentí que realmente le gustaba tener ese miembro duro delante de ella durante un segundo, justo antes de metérselo entero en la boca.
Se tragó mi polla sin miramientos con total facilidad, cosa que no me sorprendió en absoluto. Si bien tú sabes que mi miembro no es precisamente pequeño, yo tenía claro que esa chica había comido pollas mucho más grandes y amenazadoras que esa.  Noté todo mi rabo dentro de su boca y todavía sobraba espacio para que ella resbalase su lengua por dentro. Fue una sensación increíble. Para mí era como si la misma Reina de Saba con su tocado de plumas me estuviera absorbiendo toda mi fuerza, haciéndome parecer un quinceañero virgen. Yo no tenía ningún control sobre ella. Era ella misma la que se atragantaba adrede abriendo aún más la boca y pasando la punta de su lengua por mis huevos suaves y perfectamente depilados. Se incorporó un poco para agarrarme por los muslos y yo le coloqué las manos en mi culo, pues quería que me metiera mano bien.
Sus labios llegaban hasta el corto vello de mi pubis cada vez que se venía hacia mí y yo me deleitaba acariciando la piel de sus brazos y más tarde manoseando por fin sus grandes y redondos pechos.

Notaba su boca cálida y llena de líquido, aunque no tenía claro si se debía a su destreza chupando pollas o porque notaba aún los restos del semen caliente que había dejado ahí el anterior inquilino. Me daba igual, pues era una sensación que todavía aún recuerdo con placer y hace que me empalme de inmediato cada vez que pienso en ella.

Quizá en ese rato otros aprovechaban para masturbarla o follarla poniéndose un condón, pero no lo tengo claro. A partir de ese punto todo el recuerdo que tengo se vuelve borroso y el rato que no pasaba con los ojos cerrados y gimiendo, lo ocupaba mirándola directamente a ella deseando que me devolviese la mirada clavando sus ojos de color miel sobre los míos.
El interior de mi polla burbujeaba y odiándome por tener que correrme, no pude más que dejarme llevar y sentir como un litro de leche caliente llenaba la boca de la Mocosa.

Me estremecí soltando todo lo que llevaba guardándome durante días solo para ella, acariciándole su pelo rizado, de un tacto que se me antojaba como la lana virgen. No se la saqué de su boca, ni ella me metió prisa, hasta no sentir que me había vaciado del todo.
Retiré mi miembro abultado pero algo menos duro, poco a poco, disfrutando de esos escasos segundos de placer después del orgasmo mientras ella tragaba todo lo que pude darle.
Justo al sacar ya la punta, mi polla saltó hacia atrás como un trampolín y una gota de líquido manchó mi camiseta blanca.

He de admitir al contarte esto, que ahora me arrepiento de no haberla besado en la boca, pero toda muestra de afecto que di fue una gran sonrisa y una mirada con los ojos entrecerrados.
Me retiré intentando recobrar la respiración mientras volvía a guardar mi polla húmeda por su saliva y me abroché el pantalón.

Me quedé un rato más mirando como otros tomaban de prestado su boca, su coño o su culo, pero mi libido quedó tan satisfecho que era como seguir viendo comer a otros cuando uno ya está lleno.
Seguían sonando los azotes, los gritos y las obscenidades cuando me metí en el cuarto de baño para lavarme las manos. El pene por supuesto que no me lo lavé ahí tal y como me prometí a mí mismo hacía un rato.
Al salir, no quise interrumpir el goce de la chica y tuve que marcharme sin despedirme de ella, cosa que me hubiera encantado.

Pasé a la antesala donde se encontraba el hombre de detrás de la barra, del cuál si me despedí más por educación que por afecto. Abrí la puerta que daba a la tienda y sonriendo, le pedí a la dependienta que me devolviese la mochila que le había dejado. También me despedí de ella deseándole una buena tarde. Atravesé el largo pasillo mal iluminado como si no tocara el suelo y al salir a la calle, la luz de la tarde me deslumbró los ojos.
Caminé hasta la moto, contento de poder pasear unas pocas manzanas para poder encenderme un cigarrillo y temblar a gusto repasando todo lo que había ocurrido.
Conduje la moto sin ninguna prisa hasta casa preguntándome si volvería a ver a esa chica. Si me la encontraría de forma casual en mi universidad o en una tienda, por ejemplo.
 ¿Me atrevería a saludarla y recordarle dónde nos conocimos? ¿Se acordaría de mí siquiera? Eso no parecía nada probable.

Pensé en ella durante todo el trayecto, imaginando si todavía estaría encadenando orgasmos uno tras otro o si se masturbaría en la ducha al terminar cuando se quedase a solas. Mantuve una dolorosa erección sobre el caliente asiento de la moto, sintiendo como mis testículos vibraban por culpa del motor.
Esa misma noche me masturbé tres veces antes de conseguir dormirme pensando en algo que me excitaba y me resultaba sórdido a partes iguales.

Querida tía Ainhoa, no sabes lo liberador que ha sido para mí contarte todo esto. Agradezco tu atención y espero que tú también te hayas podido excitar leyendo mi carta.
Sin más que añadir, me despido con besos que puedas devolverme cuando vaya a verte en vacaciones.


PD: He de confesarte, pues sé que te gustará saberlo, que he llegado a tener que parar de escribir esta carta para poder masturbarme, pues no he podido evitarlo.

*


He leído esta historia del puño y letra de mi sobrino más de una docena de veces y siempre he terminado en la ducha dando gracias por la manguera flexible.


domingo, 25 de enero de 2015

Cercanías Renfe.

Núria subió al tren de cercanías y consiguió hacerse un hueco en el vagón atestado de gente. Colocó como pudo su capazo de mimbre entre los tobillos y se puso las gafas de sol a modo de diadema. Se moría de calor y lo único que podía hacer era soplar y abanicarse con la mano hacia el escote de su vestido corto de color azul.
El moño castaño dejaba a la vista unas gotas de sudor que comenzaban a resbalar por su nuca.

El tren arrancó con fuerza haciendo que perdiese el equilibrio y se echase hacia atrás. Apunto estuvo de caerse al suelo de no ser por unas manos que la agarraron por los hombros con firmeza.
Al darse la vuelta sorprendida se encontró con un chico alto, moreno, que vestía una camisa blanca remangada y unos tejanos. Él sonrió para tranquilizarla y tan ruborizada que se sintió ella, volvió a colocarse de espaldas al desconocido sonriéndose también de forma bobalicona.

Repasó mentalmente ese instante en que su espalda se pegó al torso del chico. Pensó en el momento en el que sintió el calor del pecho de este y cómo llegó a captar el olor de la colonia que usaba.
Su nerviosismo aumentaba por segundos y notaba como las sienes le palpitaban. Se mordió el labio inferior mientras se desplazaba milimétricamente hacia atrás para estar un poco más cerca de él.
El pecho le latía con fuerza y temía que el corazón se le saliera por la boca.

Quería pensar que tal excitación ante un roce tan leve solo podía deberse a que hacía una semana que no se masturbaba.
Durante los días que había pasado en la casa de la playa de su amiga no había tenido oportunidad de aliviarse en condiciones. El hecho de compartir habitación con ella y que la ducha no tuviera mango extensible dificultaba las cosas.

No tenía otra cosa en la cabeza que no fuera volver a sentir ese contacto a la par que se repetía una y otra vez que ella no había hecho nunca algo así.
Deseaba con todas sus fuerzas que el vagón se sacudiera mientras apartaba el capazo de mimbre de entre sus tobillos para poder estar unos centímetros más cerca de aquel desconocido.

Por suerte para Núria, el tren llegó a la siguiente estación y el frenazo, que fue más cuidadoso de lo que a ella le hubiera gustado, le sirvió como excusa perfecta para volver a dejarse caer de espaldas. Esta vez el chico no estuvo atento para agarrarla de nuevo y ella aprovechó la sacudida para frotar su culo contra el paquete de él. No se giró, sino que ella misma pegó su espalda unos segundos antes de volver a incorporarse.
Comenzó a rezar para que el desconocido no se bajase en esa estación y al notar que sus talones todavía tocaban las puntas de los zapatos de él después de que el tren volviera a arrancar, suspiró aliviada.
Ahora le notaba realmente cerca: El aliento cálido del chico llegaba a su cuello y ella no hacía más que inhalar con nerviosismo el perfume que despedía su imprevisto compañero de viaje. 

Núria quería estar todavía más cerca de él. Quería estar pegada de tal manera que si a él se le ocurría sacar la punta de la lengua, pudiera lamerle las gotas de sudor de su nuca.
Se sentía fuera de sí misma cuando colocó las manos a la espalda, alargando el dedo corazón con disimulo para alcanzar el pantalón del chico.
No le hizo falta, ya que de repente, se encontró con todo el paquete abultado en la palma de la mano.

No quiso mirar a los lados por si alguien más se había dado cuenta de aquello. Así que cerró los ojos y palpó a placer esa tela rígida, dura y caliente que aprisionaba algo que casi no podía asir del todo con la palma de su mano.
Agarró con fuerza el paquete mientras gemía lo más silenciosamente que sabía, cerrando los ojos con fuerza.
A continuación, las manos de él, grandes y fuertes, comenzaron a cogerla por la cintura, acercándola hasta la bragueta de su pantalón. Comenzó a sentir la tela tejana frotándose entre sus nalgas temiendo que su ropa interior no pudiera contener el chorro de flujo y que este resbalase por entre sus muslos.

Un dedo de él se internó bajo el vestido de Núria y comenzó a jugar con la costura de sus bragas colándose poco a poco. Ella quería comenzar a gritar obscenidades, darse la vuelta y subirse a horcajadas para que ese hombre la follase ahí mismo. En su lugar se colocó las gafas de sol a modo de antifaz para que nadie pudiera ver que se le caían las lágrimas de pura excitación.

La mano del desconocido se había ya colado con toda impunidad dentro de su ropa interior y recorría los pliegues de carne empapada hasta encontrar la entrada de su coño.
Núria era incapaz de concentrarse en nada que no fuera el olor de su propio flujo subiendo como un vaho caliente que explotaba dentro de su nariz, temiendo que el resto de los pasajeros pudieran olerlo también.

Dos dedos fuertes y gruesos se revolvían a placer mientras el pulgar presionaba contra su culo.
De aquella, el flujo ya resbalaba por su muslo izquierdo y Núria se imaginaba a ese cabrón lamiéndole el hilo viscoso como castigo por torturarla de esa manera.
La única venganza que se le ocurrió en ese momento fue agarrarle con fuerza el paquete aprisionándole así la polla y los huevos, deseando arrancarle los quejidos que ella no podía soltar. Pero lejos de amedrentarse, notaba como la polla del chico palpitaba y se agarrotaba cuando ella aflojaba un poco la mano, invitándola así a volver a apretarla.

Núria creía estar en una sauna a causa del calor húmedo que flotaba dentro del vagón, creyéndose ella la culpable de esa subida de temperatura.
Comenzó a pensar que el resto de pasajeros se estaban dando cuenta de lo que ellos dos estaban haciendo. Que comenzaban a mirarla, a lamerse los labios y a rodearla poco a poco. No sabía si eso formaba parte de su temor a ser descubierta, de su fantasía o que realmente estaba pasando.

En el mismo instante que el tren entró en un túnel haciendo que el vagón se quedara a oscuras, las manos del hombre dieron la vuelta a Núria y esta sintió cómo de forma hábil y precisa le levantaban el vestido y apartaban sus bragas para introducirle más de un palmo de carne dura y caliente que la llenó hasta las entrañas.
Rodeó con sus brazos al extraño y le mordió el cuello con fuerza para ahogar sus gritos sin soltarse, al tiempo que aprisionaba con sus piernas entorno a la cintura de él queriendo hundirse todo lo posible y más.

El tren dio una fuerte sacudida que hizo que se detuviera bruscamente, cosa que no le importó a Núria.
Tampoco le importó notar en la absoluta oscuridad un par de manos sobando su culo, otra agarrándola por el cuello, dos más apretando sus pechos, una lengua lamiendo el sudor de su nuca y hasta otras dos entrepiernas restregándose por sus caderas.
Les oía respirar con violencia, apretándose contra ella, mezclando su sudor con el suyo propio, mordiéndola aquí y allá.
No tardaron en arrancarle la ropa mientras el tren seguía parado dentro de ese túnel, a oscuras.

Se sumaban más cuerpos que le susurraban guarradas al oído o quizá dentro de su cabeza, ya no estaba segura de nada. La oscuridad daba vueltas alrededor de sus ojos y por suerte una boca se encontró con la suya y pudo beber de ella para no morir deshidratada.
La polla de su consentido acosador continuaba reventándola por dentro aunque no encontraba fuerzas para asirse a él.
Ya ni siquiera permanecía sujeta de brazos y piernas sino que los cuerpos a su alrededor la mantenían a pulso mientras varias decenas de dedos la recorrían, a veces colándose en su boca y otras hundiéndose en su coño.
Algunos dedos más finos y suaves que los otros le daban a probar flujos de distintos sabores. Seguramente, pensaba Núria, debía tratarse de otras mujeres que también la rodeaban.
Los orgasmos se sucedían entre sí haciendo que perdiera la cuenta y se desmayase entre uno y otro.

A veces las convulsiones se debían a causa de las embestidas de la gran polla que la atravesaba, otras por los tocamientos enloquecidos y desordenados sobre su sexo e incluso hasta por la forma de que una u otra boca le devorase el cuello con ansia.

Después de notar cómo su coño se inundaba de esperma hasta desbordarse, otra polla ocupó su lugar llevando a cabo unas embestidas todavía más frenéticas.
Suspendieron su cuerpo horizontalmente y empezó a palpar a ciegas a su alrededor agarrando otros cuerpos desnudos. Le inclinaban la cabeza para comer de diferentes bocas que iban siendo apartadas unas por otras que después se deslizaban por sus pechos y su vientre.
Cuando no tenía una polla follándola hasta la garganta era porque otra intentaba colarse entre sus labios.

De nuevo más orgasmos le hicieron sentirse febril y sin fuerzas. El esperma le resbalaba de entre sus muslos y rebasaba por su boca aquel que no conseguía tragar.  
Los espasmos agitaban sus caderas hasta sentir un hormigueo en las plantas de los pies. No podía más que balbucear incoherencias mientras los brazos que la sujetaban se resbalaban por el sudor.

Núria era líquido: Era sudor. Era semen. Era flujo. Era saliva.
No le importaba si ese tren volvía a arrancar dentro de dos minutos o dos días.
Quiso morir así.

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